Al cerebro no le queda otra que simplificar. Por eso somos rápidos, versátiles, vivos. Ante la avalancha de información constante -una infinidad de estímulos sensoriales- el camino más óptimo para el gris desguisado de cables neuronales, es abstraerse, suponer, echar mano a lo conocido, y así poder completar, comprender y reaccionar.
El desorden y lo inesperado, desestabilizan la lógica cerebral, exigiendo nuestra atención. El humor supone uno de esos imprevistos, descoloca por instantes -los que tardemos en entender la gracia- y provoca una encantadora consecuencia: la risa.
Por su parte, de la necesidad mental de compartimentar, etiquetar y resumir la información, surgen los lugares comunes.
El humor suele nutrirse de los lugares comunes, las bromas más clásicas están pobladas por grupos definidos y reconocibles: nacionalidades, razas, gremios, géneros, hasta hinchas de equipos de fútbol.
Ciertas estructuras humorísticas garantizan una efectividad global, sólo es cuestión de adaptar los arquetipos de los lugares comunes, a juicios y prejuicios del interlocutor. Por ejemplo, el arquetipo del corto de entendederas, para los latinoamericanos será el gallego; para los estadounidenses los polacos; los carabbinieri (policías) para los italianos; para muchas mujeres, las modelos; para los machistas, las mujeres...
Es entonces donde cada quien pone sus límites de corrección política o moral. Hay chistes que se cuentan sólo a puerta cerradas, los hay que producen alguna gracia e inmediata culpa, y otros condenables desde el inicio del planteo.
El tiempo y la distancias juegan su propio rol: las heridas recientes no se tocan; mientras estén próximas en tiempo y lugar, menos humor deberían generar. Deberían.
Difusas resultan las fronteras entre correcto e incorrecto, peligroso e inocente, generalizador o prejuicioso, mal o buen gusto. Aunque en rigor de verdad, este tipo de gracias retratan a quien las hace, sólo por hacerlas, y a quien las festeja, sólo por festejarlas.
En Sudamérica toda, en partes de Centroamérica y en México todo, el argentino representa al fanfarrón, al egocéntrico, al mamón por antonomasia.
Al cumplir tres décadas, salí de mi Buenos Aires natal en un recorrido panamericano, que terminó con una estancia de casi cuatro años en el DF. He visto, padecido y comprobado el tantas veces justificado lugar común que generamos los argentinos de la capital, los porteños.
(Paréntesis didáctico: El resto de argentinos no sigue el estereotipo de los capitalinos, pero son éstos, los porteños, los más numerosos y viajeros. Por otra parte, bonaerense no es sinónimo de porteño).
En cada parada de mi periplo, fui agasajado con una parva de chistes de argentinos; los recibía como pagando una cuenta casi ajena, generoso siempre, sonriendo a veces o hasta aportando nuevos chascarrillos sobre los pinches mamones. Debo admitir haber ejercitado también una muda soberbia, fingiendo divertido asombro ante colmos, ejemplos y gracias oídas en cientos y cientos de rondas.
Incluso, conociéndome con el tiempo, más de uno me ha insultado con un aparente elogio: “es que tú no pareces argentino”. Pues lo soy hasta en el nombre, pero se puede ser argentino sin avasallar con la prepotencia del egocentrismo, como se puede ser mexicano sin..... peruano sin.... chileno sin.... boliviano sin..... judío sin... alemán sin.... negro sin... mujer sin.... hombre sin....
Por suerte, en México me topé con gente que no se anclaba a la norma del cliché, con la que generé deliciosas amistades, gente de la aprendí y aprendo a vivir.
No me declaro fuera del juego de los estereotipos, ni mucho menos; pero tanto viaje me ha ayudado a diluir los que hoy considero corrosivos, perjudiciales.
A su modo, las guerras también simplifican. Se define al enemigo con una o dos características execrables, y miente miente que algo quedará.
Sea entre países o ex-parejas, el enemigo encarna al arquetipo de alguna inmundicia.
El deporte, metáfora en primer grado de la guerra, no está libre de esta simplificación. Un Mundial de fútbol, con banderas flameando, himnos y representaciones nacionales, propone el escenario ideal para que campeen a sus anchas, decenas de estereotipos geopolíticos y raciales. Alimentan un fuego nada fatuo, el doble discurso periodístico, que por un lado hermana y simultáneamente proclama los duelos a vida o muerte; también la FIFA echa leña, como en la última Copa de África, imponiendo su show must go on ante el asesinato múltiple.
Me reconozco como uno con las prioridades levemente alteradas de la media; el fútbol para mí está en altos escalones que quizá no le corresponden, lo sé; pero vida y muerte no entran a la cancha. He fantaseado con una muerte, como tantas ocurren, en la Bombonera, ya anciano yo, viendo a mi Boca Juniors en alguna contienda literalmente infartante; pero incluso ahí tendrá más que ver mi futura debilidad coronaria, que el balompié mismo.
Se vienen los Cuartos de Final. Duelos a vida o muerte.
El azar y Jabulani, ambas quimeras inasibles, han querido que México y Argentina vuelvan a verse las caras.
La mesa para los lugares comunes, está servida.
El primer blanco, obviamente, ha sido el entrenador argentino. Arrecian los chistes con su pasada -y quién sabe si presente-, relación con las drogas. Entre otras pocas cosas, los cerebros simplificados sufijan a Maradona con drogadicto, gordo, el que hizo el gol con la mano, el bravucón sin léxico... Hasta allí, me parece normal, esperable; absolutamente más cercano al fanatismo que al contrafanatismo que genera, no deja de llamarme la atención que esta pirotecnia de comentarios ingeniosos provengan mayoritariamente, de los que auguraban un fracaso deportivo del 10 ya en la primera ronda.
(Valga otro paréntesis aclaratorio: en estas líneas se considera al ingenio un hijo macho siempre veloz, a veces brillante, a veces imbécil; de la fértil y fémina inteligencia)
Supongo que a la exageración irracional de quienes creen a Maradona dios, le corresponde el agnosticismo opuesto, que lo subhumaniza. Ambos extremos lo mitifican.
La alarma, mi alarma, es que a un par de dedos de distancia -dos dedos de frente, quizá- se hallan los lugares comunes referidos párrafos atrás. De uno y otro lado.
Ya con la victoria mexicana a Francia, leí afiebrados insultos a los gabachos. No hablo de gente que escupe visceralidades descerebradas, no; hablo de gente que bienlee y bienescribe. Lo mismo ocurrió en planos de auto referencia mexicana, el primer empate gatilló reflexiones hacia la propia mexicanidad, en términos del todo peyorativos: se adjetivaron de mediocres, miedosos, serviles...
A México se le viene ahora Argentina, y aunque los pronósticos favorezcan a los del sur, no es para nada -para nada- improbable una victoria azteca.
Entreveo el panorama sin esfuerzo.
Clasificada Argentina, la lápida sobre Aguirre pesará lo que una flor, comparándola a las sentencias que se infligirán a sí mismos tantos mexicanos, agoreros de la merecida derrota eterna, esclavos de su propia idiosincrasia del ya merito, condenados a ser insurgentes sólo en las avenidas. En ese espejo gastado pasarán escupiéndose los días que resten del Mundial.
Ganando México, los sí se pudo colgarán hasta de los edificios de gobierno, y desbordará el exitismo patrioteril, ese que iguala a todos los pueblos que llevamos el balón en el cuero. Pero no se quedará allí, aparecerá inevitable la catarsis ante los argentinos mamones, prepotentes, egocéntricos. Destripado el 10 entrenador, no pocos -nada pocos- acto seguido soltarán en la seguridad de la victoria consumada, su manada de lugares comunes para que ataquen toda sombra blanquiceleste que se menee.
También es natural. También, hasta cierto punto, sucede en Argentina cuando los rivales son otros. Es natural, pero temo. No al partido ni a sus consecuencias, eso me despierta ansiedad, cosquillas, ganas, vital arritmia. No. Temo a tanto ser querido, a tanto ser respetado, extendiendo el campo de batalla hasta vomitar sobre lo que entienden por argentinidad.
A la ironía, al juego picante, a las frases ardidas, les entro sin chistar, allí alcanzo niveles agudos, tanto de chingar como de aguantar vara. Es la elucubración del festejo -o del lamento- a partir de lugares comunes hirientes, la que quiero evitar, evitarme, evitarnos.
Soy consciente de la imposibilidad del objetivo.
Quizá esta demasiado extensa reflexión la esté escribiendo como paracaídas, en ningún caso como vaticinio, pues espero con todas las ganas que Argentina siga en el Mundial.
Actualmente colaboro en un medio mexicano y virtual, con mis parrafadas futboleras. En La Melé -el sitio en cuestión, que espero también publique esto- formo parte de un equipo de articulistas de mejor pluma que la mía, a la mayoría me gusta leerlos, un par son amigos cercanos. Así y todo, aunque este seleccionado intelectual se mueva evidentemente mucho mejor por la izquierda, que por otras bandas; y se floree de dúctil dominio de las letras, aún así a algún compañero de escuadra se le fue el pie, y ya publicó renglones acerca de la soberbia argenta, y similares lugares comunes. Si esto ocurre en un reducto apasionado pero letrado, imagino lo que se cuece a dos dedos de distancia de allí. No imagino, lo he visto.
Se acerca el domingo, una victoria me llevaría a una euforia conocida, repetida. Una derrota me entristecería hondamente, aún con el remoto y concreto consuelo de que implicaría una enorme alegría para tantos de los míos. Pero leer de alguien pluricelular y pensante un, tómenla pinches argentinos culeros, mamones, me lastimaría según de quién viniera, tanto como heriría alguna respuesta bisturí mía fuera de juego, de la que soy capaz, no digno.
El cerebro simplifica, etiqueta, generaliza, presupone.
Somos nuestro cerebro.
Con el resultado puesto, veremos qué tan simples resultamos.
Gracias por haber leído hasta aquí.
Desde Madrid
Omar Argentino Galván.
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